Autobús Zaragoza – Barcelona. Estoy intentando dormir; intentando descansar porque tenemos muchas horas de viaje por delante. Durante el camino caigo en la cuenta de que no he cogido la llave que abre el candado de mi maleta. Tocará ingeniárselas para poder abrirla.
“Empezamos bien.”, me digo.
Son las 3:30 de la mañana y estamos en la estación de Sants, esperando a que abran para poder entrar. Así que, mientras, bastan un par picas de la tienda de campaña y una navaja para solucionar el “problemita” de la maleta.
No hemos podido facturar toda la comida que queríamos llevar, pues el material individual se ha asignado gran parte de los veinte kilos de la maleta. La solución pasa por llevar todo lo que podamos en la mochila de mano.
Latas de conserva de lo más variadas (albóndigas, judías, lentejas, garbanzos…) aparecen en el control del aeropuerto, haciendo las delicias de los muchachos de seguridad.
“Tú qué, ¿también llevas latas de comida?”, me dice el buen hombre. Efectivamente, y es que ya nos habían parado prácticamente a los cuatro para mirar nuestras pertenencias.
Por fin, volamos a Oslo y, teniendo unas horas muertas hasta nuestro próximo destino, sería un pecado no visitar esta bonita ciudad.
Oslo se presenta nublada, no muy grande, y colorida.
Recorremos sus calles, Karl Johans Gate, la catedral, el parlamento, y la psicodélica ópera de Oslo.
Y tal como se presenta, se despide pues tenemos que marchar hacia nuestro segundo destino del día: Tromsø.
La maleta no puede exceder los veinte kilos de peso (el vuelo a Oslo permitía veintitrés) y según la báscula una de las nuestras da un kilo y medio más. Suerte que no había nadie comprobando el peso, y éramos nosotros quienes sacábamos la etiqueta. Por si acaso, bastó con levantar levemente la maleta para que la cifra no nos delatase.
Y así, ya de noche, a oscuras, cansados, cargados hasta las cejas, mojados y desorientados llegamos al apartamento donde pasaremos unas pocas horas para poder descansar bien, (a partir de ese momento el suelo será nuestra cama) y emprender nuestro viaje hacia las islas Lofoten.
Llevaba con este destino en mente desde el año pasado. Aquel verano estaba ocupado por un objetivo mucho más deportivo, pues nuestra intención era escalar el Cervino. Así que solo hacía falta esperar un año, y liar a quien me quisiera acompañar.
Estoy seguro que a lo largo de la vida te juntas con personas que son afines a ti en algún aspecto de tu carácter. Por muy diferentes que parezcáis, por distintos que pretendáis aparentar, la familia que escoges ya te ha escogido a ti mucho antes de que te pongas a pensar. Y te acompañarán, porque así lo quieren ellos también, en las aventuras que desees.
Tromsø amanece despejado, con un sol que intenta enmascarar el frío palpable, y es que estamos por encima del círculo polar Ártico.
Me hace especial ilusión estar aquí; supongo que tendrá que ver con mi absurda manía de buscar el norte (y eso que aún lo sigo sin encontrar). Cuanto más arriba, mejor.
A lo lejos, las montañas aún guardan algo de nieve. Mientras, nosotros visitamos lo típico de esta fantástica ciudad: sus calles, el museo polar, la iglesia, la estatua de Admunsen…
Pero el tiempo vuela, y nosotros con él. Ponemos rumbo, tras conseguir el coche que nos acompañará los próximos días, a Svolvaer, capital de las islas Lofoten.
El camino hasta el archipiélago es simplemente espectacular. La única carretera que conecta las islas va recorriendo con giros infinitos cada rincón de los fiordos, y es que es como si nada quisiera perturbar la armonía que aquel lugar respira. Hubiera sido más práctico construir puentes que permitieran continuar en línea recta, evitando dar kilométricos rodeos para llegar a tu destino, pero a veces lo evidente no es lo correcto.
Por nuestra parte, ninguno abre la boca, dejando que nuestros ojos se ahoguen en lo que están presenciando. Supongo que tampoco querían romper esa armonía.
Al día siguiente, tras pasar la noche en un camping cercano a la capital, una lluvia fina incomoda el despertar. El pico Fløya es nuestro objetivo por hoy. La cima es lo de menos, lo único que queremos es coger altura para poder ver lo que hay al otro lado, para contemplar un trocito de las Lofoten a vista de pájaro.
Llegamos a la cresta que da acceso a la cima y, al otro lado, más montañas que nacen del mar apuntan al cielo. Mis ojos no pueden parar de mirar a todas partes. En el diario que hice durante el viaje, escribí aquella noche: “no sé ni puedo describirlo con palabras, así que ni siquiera lo intento”. Pues lo dicho.
De camino a la cima, dos moles rocosas con forma de pata de cabra observan Svolvaer desde lo alto. Su nombre es Svolvaergeita y, si quieres descender de su punto más elevado, debes dar un pequeño salto de extremo a extremo para llegar a la línea de rapel.
Mis ojos miran el diedro que termina en el punto más elevado; se enamoran, y lo dejan pendiente para un futuro en el que vengan con material de escalada.
Embobados por lo que acabamos de vivir, nos encaminamos hacia el que dicen es el pueblo más bonito de Noruega. Pero antes, paramos a comer una de nuestras exquisitas latas de conserva, en una cala que en cualquier otro lugar del mundo sería de lo más visitada. Y es que aquí los lugares bonitos los tienen por castigo.
Estoy absorbido por los paisajes mientras van cayendo los kilómetros en coche y, de repente, aparece un pueblo con casas de todos los colores, tejados llenos de césped, secaderos de bacalao y varias barcas atracadas por sus muelles.
Mi cabeza piensa: joder, esto es precioso. No sé dónde estamos pero tiene que ser de lo más bonito que podemos ver aquí.
Y así es Reine.
Pero no hay tiempo para verlo, la noche se nos echa encima y tenemos que buscar un lugar donde plantar la tienda y dormir.
Ir con todo organizado, incluido lugares donde pasar la noche, hace que el viaje pierda un poco de encanto. Nuestra idea desde un primer momento era ir sobre la marcha, en función de lo que nos fuera pidiendo el cuerpo.
Recorremos unos cuantos kilómetros más para llegar a Å, el pueblo más al sur de las islas. Allí, buscamos algún sendero que nos acerque a un punto donde poder coger agua y pasar la noche.
“Hablamos con los lugareños, y aquí estoy, escribiendo a los pies de un lago, en la oscuridad y soledad, con mi gente bien cerca. Inmejorable.”, dicta mi diario.
Dormir en una tienda de campaña, cerca de un lago, con un cielo estrellado parece el sueño de cualquier persona. La verdad es que lo es, pero no hay que olvidar que levantarse con frío, salir del saco con la humedad que calan tus huesos, preparar la comida y comer medio encogido, desmontar el campamento y retomar la marcha; son muchas veces tareas desagradecidas y costosas.
Supongo que en demasiadas ocasiones queremos lo mejor sin estar dispuestos a pelear por ello. A sufrirlo un poco. Y no sé cuantas cosas puede enseñarte la montaña, pero desde luego el ser buen sufridor está dentro de su didáctica.
Me despierto en medio de la montaña y, tras andar apenas diez minutos, estoy a cota cero, con el mar de Noruega observándome, o al revés. Y entonces entiendes que a nivel del mar también hay sueños que brillan.
To be continued…
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