Memorias de viaje: Islas Lofoten (II)

Llegó el momento que todos deseábamos. Nos dirigimos a Reine con la idea de subir a su pico principal para fotografiar la imagen por excelencia en las islas Lofoten.

El tiempo no acompaña, está nublado y chispea, pero eso no es algo extraño aquí. Éramos conscientes de que el tiempo iba a incomodarnos, y es que nunca ha sido una excusa. No iba a serlo hoy.

Unos carteles informativos al inicio de la ruta indican que está prohibido ascender a su cima, pues están trabajando en mejorar el camino. La afluencia de turistas y las lluvias han hecho que el terreno se descomponga y la montaña se esté cayendo, literalmente, a trozos.

Parte del grupo decide intentarlo, o por lo menos acercarse al inicio del camino, y ahí valorar si ascienden o no. Me parece lógico, aceptable, y sobretodo respetable.

Por mi parte, no necesito más aprendizajes extras en la montaña, por un tiempo. De sobras es sabido que aprendemos a base de golpes. O “para aprender, perder”, como dice un buen amigo; y grabadas a fuego en mi piel tengo algunas normas que espero me acompañen para siempre: botiquín siempre en la mochila, no te salgas demasiado del camino indicado, prepara la ruta y valora tus posibilidades.

El camino está completamente cerrado, por lo que no hay ni el menor atisbo de intentarlo. Nos volvemos a Reine, para disfrutar de sus calles, y para subir a un lago, contemplando el pueblo desde una altura menor que si lo hiciéramos desde el Reinebringen.

Cuando no se puede, no se puede. Y no sé si hubo algún lumbreras que haría esta afirmación hace muchos años, pero tenía más razón que un santo. Así que, sin más, plantamos campamento en un camping cercano a Reine para pelear (ahora sí, buenos golpes: ganchos y directos) contra nuestra tercera noche en tienda de campaña.

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Manu es asturiano, habla poco, se le olvidan palabras en castellano porque no las usa mucho por aquí, le debe gustar la fotografía, y además nos guía en una preciosa ruta en kayak por los fiordos de Lofoten.

Estoy seguro que Reine luce bien desde cualquier ángulo, pero a nivel del mar las cosas se contemplan de otra manera.

Le estoy cogiendo gusto a esto del kayak: agota muscularmente, permite llegar a rincones únicos, y regala buena ración de aventura. Creo que no existen mejores ingredientes para querer hacer una actividad.

Tras tres horas remando, y después de despedirnos de nuestro amigo asturiano (y es que nos había hecho buen precio), comemos algo rápido y preparamos las mochilas, para seguir dando rueda al cuerpo. Descansaremos cuando llueva, granice, truene. Cuando no podamos andar, porque una lesión tonta no nos deja hacerlo. O cuando las rodillas estén tan machacadas por años y años de kilómetros, que no hagan más que gritar clemencia. Cuando no tengamos dinero ni para unas botas de segunda mano. O cuando las arrugas del alma reemplacen a las del cuerpo. Ahí, desde nuestro bastón, nuestra silla de ruedas, nuestra caja de pino; diremos que no queríamos más. Descansaremos cuando estemos muertos. Hasta entonces, esfuerzo y pasión.

Kvalvika nos espera, así como toneladas de barro que dificultan el progreso. Pero ni las peores condiciones pueden eclipsar la belleza del lugar. Vamos superando un lago tras otro y, cuando queremos darnos cuenta, una inmensa playa dividida en dos, se presenta ante nuestros ojos.

Hace frío. Es imposible hacer fuego; no hay nada seco, y lo único que conseguimos es una buena dosis de risas y humo.

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Ari y yo vamos en busca de una caseta que nos han comentado ha sido construida con plásticos, trozos de caucho y madera, y basura en general que se encontraba en la playa.

Miro a mi alrededor, y veo cosas que no quiero que estén allí. Porque las cosas hermosas lo son menos si algo las ensucia. Y entonces pienso que estás de paso, y que la huella que tienes que dejar aquí, solo debe manchar los corazones de las personas que quieres. Y que si, por algún casual se te pasa por la cabeza reencarnarte, debes luchar por un mundo mejor, para cuando te toque volver.

El sol desciende, la temperatura baja, el cielo se despeja. Cenamos y, en el calor de nuestros sacos, sacamos la cabeza para disfrutar de las estrellas.

Dos extrañas nubes de un color gris verdoso aparecen al subir la cremallera de la tienda. Dudamos. Bueno, dudo, pues creo que Ari lo tiene claro: “¡Es una aurora, David!”

Pasan los segundos y esas dos “nubes” cogen intensidad, cruzando de extremo a extremo el cielo que abarca la playa de Kvalvika.

Y yo, que no sé cuantos años llevaba soñando con algo así, no puedo parar de llorar. Y os podría mentir diciendo que era un nudo en el estomago, pero sería una estúpida manera de enmascarar algo que fue y es mágico.

Sueño cumplido, David. Táchalo de la lista. Vamos a por más. Espabila, que el tiempo se agota.

Al día siguiente, en un maravilloso despertar, ascendemos a la cima Ryten, el pico que vigila la playa desde lo alto. El descenso se me hace especialmente duro; me encuentro flojo, con escalofríos y sudor frío. Hace unas horas estaba llorando de alegría, y ahora me encuentro “jurando en hebreo” por estar allí, jodido pero contento. Y es que así somos, irremediablemente egoístas y bipolares. Así es la vida, y sus contrastes.

Pero el camino hasta el parking (la vuelta la hacemos por el camino original, gracias a que Revu irá en busca del coche para venirnos a buscar) es tan bonito que me levanta el estado de ánimo. Tablas de madera y pasarelas sortean con clase los barrizales que se crean por las lluvias. Ya lo decían: Lofoten es muy húmedo.

Agotados por el esfuerzo de los últimos días, nos dirigimos al norte en busca de un sitio donde pasar la noche. Llegamos a la playa de Flasktad, una zona surfera repleta de furgonetas y gente que cabalga por las olas.

 

Tras una copiosa cena a base de cuscus y soja, nos resguardamos de la lluvia y frío que hace afuera, para pasar una noche más en nuestro querido suelo.

Y llega el día que estábamos esperando. Vemos lo más pintoresco del pueblo de Flasktad y, sin pensarlo en exceso, pues el tiempo no acompaña, nos dirigimos a Hamnoy, en busca de nuestra cabaña de pescadores (llamadas rorbuer) que nos servirá de cobijo, salvavidas, ducha, lavadora, cama… y cualquier función que se os ocurra.

Nos equivocamos pensando que lo cotidiano es imprescindible. Pero no negaremos que poder ducharse, lavar la ropa y dormir sobre un colchón después de cuatro noches en una esterilla, es un placer que te hace valorar mucho más las pequeñas cosas.

Afuera la tormenta arrecia. Las paredes de la cabaña crujen, como si el viento quisiera entrar en nuestro confort. Por suerte, no estamos en la tienda de campaña, que a buen seguro, habría terminado con heridas.

Y así pasan las horas, y la noche.

To be continued…

(Parte I): Memorias de viaje: Islas Lofoten (I)

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Un comentario en “Memorias de viaje: Islas Lofoten (II)

  1. Pingback: Memorias de viaje: Islas Lofoten (III) – Al Filo De Lo Incomprensible

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