Hacer algo por primera vez implica ciertos aspectos negativos que pueden desvirtuar, en cierta manera, la realidad. Me explico. Un niño que gana una medalla en su primera competición puede que no sea consciente del esfuerzo que supone haberlo logrado y, por ende, no consiga valorar y saborear como se merece esa victoria. Además, puede que la siguiente vez que no consiga ganar, se frustre pensando que lo normal es hacerlo, cuando la mayoría de las veces es justamente al contrario; aunque esto es otro tema.
Existe el riesgo de no entender, en primera instancia, lo que supone conseguirlo. Y no tiene nada que ver con que el objetivo sea muy o poco ambicioso.
Hace doce años ascendí al Aneto por primera vez. Mi experiencia se reducía a pequeñas excursiones veraniegas sin ninguna dificultad. Pero en el momento que pisé la cima (de hecho mucho antes de hacerlo), yo estaba feliz. También, en el punto más alto, entendí a la perfección lo que suponía para mí haberlo conseguido. Y cómo, sin quererlo, mi pasión se había definido hacia una dirección concreta. Tuve la suerte de que el grupo que me llevó de la mano en aquel entonces me transmitió todo el amor y respeto que se puede y debe tener por la montaña.
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