Desde el embalse se veía todo lo que teníamos que recorrer. Llauset se mostraba como un escaparate donde escoger aquello que más desearas. En nuestro caso, el artículo era una montaña, y el dinero nuestro propio esfuerzo. Eso, y algo de valor.
Un estrecho camino bordeaba la presa por la derecha. Una cadena facilitaba el flanqueo, equipada seguramente para evitar riesgos en presencia de nieve y hielo.
La pendiente se acentuaba para llegar al ibón de Botornás, a los pies de la cabaña de su mismo nombre.
En aquel punto, Ari y yo abandonábamos la comodidad del sendero para remontarnos en la cresta Roques Blanques.
Si hubiésemos querido hacerla integral, la cresta nace en el mismo ibón. En cambio, sabiendo de su longitud, decidimos ascender bajo sus murallas, alcanzar el collado y recorrer el filo a partir de aquí, sorteando así las mayores dificultades.
Tras equiparnos, comenzaba un continuo trepe y destrepe para ir restándole metros a la arista. La progresión se basaba en buscar el camino más sencillo, procurando no perder la esencia de la acción «crestear».
Sin apenas paradas, hicimos el primer descanso en la cima de Roques Blanques, a 2946 metros de altura. Una mirada hacia delate mostraba el pico Vallibierna, y las infinitas zetas de la ruta normal. Una mirada hacia atrás nos enseñaba, en cambio, el camino recorrido; y forzando la vista, el coche.
Como en la mayoría de las ocasiones es mejor ir hacia delante, proseguimos nuestro camino coronando los tresmiles Tuca Vallibierna y Culebras, por el archiconocido paso de caballo.
En aquel punto nos juntábamos por primera vez con un pequeño grupo de montañeras, pues hasta entonces la soledad era una más en la cordada.
Desde allí, como colgados de las nubes, las vistas invitaban a soñar: Los lejanos Russell, Tempestades, Cresta Salenques, Llosas, Aneto, Coronas… y un sinfín de montañas.
Nuestro recorrido no terminaba. Teníamos que mantener la atención para intuir el apenas camino que alcanzaba el collado de Llauset, y una vez ahí, solo había que dejarse llevar por una pendiente de piedra y tierra fina, que te hacia avanzar como si de esquí se tratara.
En el punto de partida, en la seguridad del suelo, dejas el material, te quitas las botas y miras la montaña de nuevo. A veces incluso es ella la que te observa. Tu mente ya desea volver, no puede evitarlo. Y tú, un simple y débil ser humano, carne de cañón, no puedes ignorar sus cantos de sirena.
Nos leemos en la próxima.
Hasta entonces, ya sabéis: Siempre por el filo, y pura vida.
David.